Hanchica es la palabra en cogui que se utiliza a diario por los indios Coguis para introducirse. La aprendí mientras subí por 4 días hasta la Ciudad Perdida, un sitio descubierto en 1976 y al que empezaron a llegar turistas en 1984. Ciudad perdida es un complejo de terrazas y anillos construidos por los taironas y habitado entre el 600 y el 1600 D.C. Se alza a casi 1200 msnm y hay que caminar en medio de la selva, soportar el ataque de los moscos, el sudor, el peso de la mochila, la sensación de que el ascenso nunca va a terminar y sumergirse en un silencio que invita a la reflexión.
En el campamento del primer día, me parecía simplemente imposible poder continuar. Estaba nublado, mi ropa, tenis y calcetines mojados, sentía que me empezaban a salir ampollas y había cuatro días enfrente de subidas, bajadas y cruces del río. La energía demandada para poder continuar es un desafío físico, emocional e intelectual.
Los campamentos no tenían las comodidades de la ciudad. Dormimos en hamacas y en camas con colchonetas, sólo en el primero había luz. Estar en ellos es adentrarse en un mundo dentro de otro mundo. Mientras se escucha el suave golpeteo del agua sobre las rocas y se percibe la tranquilidad de los que viven ahí, uno empieza a sentirse en una realidad difícil de imaginar en la que los miles de muertos, las drogas, la deuda gringa, el precio del oro y la avalancha de noticias no existen, una en la que el espíritu humano nada en la tranquilidad.
Raúl, nuestro guía, siempre hablaba antes y después del 2005, como si el tiempo se midiera a partir de esa fecha, el antes y el después, muchas veces antes de empezar a contarnos algo comenzaba: “después del 2005…” y le pregunté: ¿qué pasaba antes del 2005? Antes los paramilitares tenían controlada la zona y los obligaban a plantar hoja de Coca. Según un libro que estoy leyendo, los campesinos prefieren el cultivo de Coca porque se da hasta 4 veces al año y los precios triplican a los cultivos tradicionales (maiz, café, caña), pero según Raúl eso no es cierto. Los paramilitares les compraban la hoja de coca al precio que llos dictaban y si protestaban los mataban. En la ciudad de Santa Marta todos los campesinos eran estigmatizados como paramilitares y muchos no se acercaban a ellos. Los campesinos de la sierra no tenían oportunidades ni opciones de vida y tenían que trabajar para la guerrilla.
En el 2005, Álvaro Uribe se dedicó a enfrentar directamente a la Guerrilla. El comandante paramilitar de la Sierra de Santa Marta (en donde se encuentra la Ciudad Perdida) decidió rendirse para evitar un baño de sangre y Raúl se lo agradecía cada vez que podía. El gobierno se ha dedicado a darle préstamos a los campesinos para plantar café y reforestar el bosque. A Raúl le brillaban los blancos dientes y se le dibujaba una sonrisa cuando nos acababa de contar la historia, cuando decía que tenía varias hectareas sembradas de café, que en Febrero lo habían hecho guía y remataba diciendo: ahora sólo paz, estamos muy felices.
El camino en sí tiene su historia: en el 2003 un inglés fue secuestrado por la guerrilla, 3 de cada 10 no logran subir, hay por lo menos un muerto cada mes: se caen al río, les da un infarto o se los lleva la corriente [me enteré de estos detalles al final del viaje].
Los paisajes son un capricho de la naturaleza, las montañas parecen cubiertas de un manto de terciopelo sostenido por las nubes, una realidad lejos de la civilización electrónica en la que vivimos y que nos impone normas, que ciega los sentidos, nos vuelve sordos al entorno y a nosotros mismos. Ahí en ese mundo sólo se escucha el agua, los pájaros, se ven mariposas de todos los colores y se aprecia lo esencial de la vida.
Los indios Coguis nos ven como “hermanos menores”, gente con un espíritu inferior. Les cuesta trabajo entender por qué talamos los árboles, por qué contaminamos los ríos. Cuando un indio se mete al río le pide permiso al Dios del río para bañarse. Cuando se va a matar un animal se hace un ritual para pedir por la vida del animal que traerá vida a los miembros de la comunidad y se pide por su reencarnación en una vida humana. Para talar un árbol se debía pedir permiso. Los indios se dejan el pelo largo por igual: hombres y mujeres, a simple vista son iguales y sólo se distinguen porque los hombres cargan siempre con un morral y las mujeres con un collar. Cuando un nuevo miembro de la familia llega a este mundo se llora y en la muerte se festeja.
La ciudad perdida está estructurada como el cuerpo humano. Tiene pies (que se encuentran en la altura más baja) en donde vivían los obreros, en el estómago los artesanos y en la cabeza los gobernantes. En la cosmovisión tairona el entorno estaba representado en el individuo. Los ojos son el sol porque todo lo ven, la luna es la mente, los ríos las venas, las montañas los huesos, los árboles los vellos, el mar la cintura y el cabello las nubes. Sus Dioses estaban en cada manifestación de la naturaleza y en consecuencia la respetaban.
Cada vez que podíamos nos bañábamos en alguno de los ríos que cruzábamos para librarnos del olor a sudor. El agua era limpia, clara, se podía tomar, y eramos los únicos ahí. La sensación de estar lejos de las multitudes, de lo trivial, lo tradicional lo construido por la mente humana que trata de alzarse hacia el infinito sin conseguir alcanzar la magnitud de la naturaleza deja más preguntas que respuestas. La inmensidad de la naturaleza es avasalladora cuando la comparamos con nuestra debilidad, nuestra arrogancia por creernos con el derecho de explotar y destruir para obtener metales, para hacer más pobres a los pobres y enriquecer a los ya ricos.
El viaje tenía que terminar, y en el regreso poco a poco empezábamos a ver más asentamientos humanos, eventualmente tomamos la camioneta que viró hacia el sur por la carretera, hacia la ciudad de Santa Marta. En la entrada se escuchaba la música de las casas, el ruido de los motores y volvimos a ser parte de la civilización electrónica: los celulares empezaron a funcionar. A Laura, una noruega, la invadió una avalancha de mensajes de sus amigos preguntándole si estaba bien. Laura pertenece a las juventudes social-demócratas de Noruega y si hubiera estado en Noruega muy probablemente hubiera estado en el atentado. Mientras empezaba a leer se daba cuenta que muchos de sus amigos estuvieron en el campamento y no sabían nada de ellos, muchos, temía podrían estar muertos, (y después lo comprobó) empezó a llorar sin control, a abrazar a su novio, la cifra de muertos era impactante y las charlas llenas de risas y anécdotas que habíamos tenido en el grupo dieron paso a un silencio que se apoderó del aire: la realidad nos había alcanzado.
El sol se empezaba a ocultar en el mar mientras inundaba el horizonte del rojo atardecer. Y en ese momento las palabras de Raúl resonaron con más fuerza dentro de mi cabeza: “Los indios nos ven como sus hermanos menores”. Escuchaba los llantos de Laura, me imaginaba el baño de sangre en Escandinavia y esas palabras me parecían más ciertas que nunca.
*Los nombres han sido cambiados
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