Los Colores de la Felicidad

Han pasado dos semanas en Colombia y aún mi mente se debate sobre si escribir o no esta entrada. Es una tarea compleja intentar describir con palabras algo que es aparentemente indescriptible. Podría dedicarme a describir con precisión cada construcción que he visto, la comida que he comido, pero esto sería insuficiente para poder transmitir lo vivido. A sabiendas de esto, lo intentaré.

En la escuela de Aquixtla me llamó mucho la atención un libro que había en la “biblioteca” y era: “Viaje al país de los tarahumaras” de Antoine Artaud. Una descripción por este maestro del surrealismo sobre sus impresiones de México. A mi me impresionó porque nunca había sentido que México fuera una exquisitez viviente. Ahora que he llegado a Colombia siento lo que creo Artaud sintió cuando pisó México, un país que tiene escrita en cada calle, en cada momento, en cada idea la palabra Sui Generis, creo que este país es el origen de muchas cosas : el surrealismo y la felicidad entre ellas.

Bogotá es una mezcla de todo, se puede ir caminando por una calle totalmente colonial para luego entrar en un barrio de estilo Bostoniano, ver escrito en una pared de la “Calle del Perro” la leyenda: “La venida de los Dioses se acerca”, escuchar alguna fiesta dominguera llena de ruido que inunda cada rincón del lugar. Ver las buzetas corriendo sin parar en medio de las calles en dirección a un choque casi certero. Creer que se sabe lo que es una arepa para después descubrir que no.

Lo poco que he conocido de Colombia es así, una extensión de historias fabulosas que podrían muy bien formar parte de una serie de cuentos de magia.  El fin de semana pasado fui a Tinjacá, en el departamento de Boyacá a un encuentro de música carranguera. El paisaje, en la ida y la vuelta eran simplemente espectaculares. Llenos de nubes que se alternaban entre el blanco y el negro con un ritmo conocido únicamente por la Pacha Mama.

Ráquira es un pueblo de una calle, que esta pintada de todos los colores que el ser humano haya concebido, con un café  espresso simplemente espectacular y es la cuna de la Carranga, un ritmo de orígenes campesinos que ha sido poco a poco retomado y reivindicado. Normalmente un grupo de carrangueros está compuesto de 4 personas. Las letras son motivo de historias, leyendas o mitos. Fuimos al último día de ese cuarto convite nacional de carrangueros.

La energía de la gente, del pueblo va más allá de todo lo conocido. Es una solidaridad, una emoción un derroche de sentimientos que transforman a la multitud en un unísono. Es un diálogo entre el grupo y la gente en donde todos comparten lo mismo: la alegría. Aprendí a bailar carranga esa noche, hasta un recuerdo del festival me lleve de una gentil colombiana que decidió ayudarme en mi proceso de aprendizaje de la carranga. Y después de que aprendí, no paré, era imposible.

El penúltimo grupo se presentó a eso de las 11 de la noche. Para ese entonces Tláloc ya estaba haciendo de las suyas. Pero eso no ahuyentó a la gente, los acordes seguían, estábamos todos bailando sin control, girando entorno de nosotros mismos, derrochando energía, los pies y el cuerpo estaban mojados, hacía frío, pero no importaba, habia algo más trascendental que nos hacía girar y saltar sin parar. Era un momento de clímax sin igual, una comunión gigantesca de individuos.  Haciamos ruedas gigantescas, agarrados de las manos unidos por la alegría y cada quien bailaba como quería, se cantaba, se gritaba, se vivía en ese universo único e irrepetible del momento detonado por la fuerza del alma coronado por una sonrisa en el rostro.

Colombia es único, mágico, sin comparación, es la transformación de la magia en realidad.

twitter.com/miguelguevaraII

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